Comentario
En los países más desarrollados, sobre todo en Inglaterra, se había iniciado ya el descenso de la población campesina. Pero ésta, que normalmente habitaba en comunidades rurales de reducido o relativamente reducido tamaño, seguía constituyendo, como ya se ha señalado, el grupo más numeroso de la sociedad. Su situación social, obviamente muy variada, estaba condicionada en casi toda Europa, aunque también desigualmente, por la subsistencia del régimen señorial. Se denominan señoríos aquellas demarcaciones territoriales (podían llegar a constituir la mayor parte o aun la casi totalidad de un país) sobre las que su titular persona física (un noble, normalmente) o jurídica (un monasterio, por ejemplo, u otra institución)-, que mantenía una compleja situación con respecto a la propiedad de la tierra, disfrutaba de distintas prerrogativas jurisdiccionales, gubernativas o vasalláticas en virtud de las cuales estaba facultado para percibir una serie de prestaciones de diverso tipo de sus habitantes y colonos.
El río Elba señalaba una divisoria en Europa desde este punto de vista. Al Este, las pervivencias abiertamente feudales eran mucho más acusadas y la evolución en los primeros siglos de la Edad Moderna, opuesta por muy diversas causas a la experimentada en Occidente, había llevado a la mayoría de los campesinos a la segunda servidumbre. Más aún, en Rusia aumentó notablemente el número de siervos a lo largo del siglo ten, debido a la expansión territorial en época de Catalina II, mientras se agravaba su situación, aproximándose a la esclavitud, ya que no sólo les estuvo vedada la libertad de movimientos, sino que los señores podían infligirles azotes y otros castigos físicos, venderlos con la tierra, desterrarlos a Siberia para castigar intentos de rebeldía (desde 1760) o transferirlos (desde 1763) de una tierra a otra, perdiendo, pues, los posibles derechos a la tierra que cultivaban en el escaso tiempo que no debían trabajar gratuitamente para el señor; también en 1763 les fue quitado el derecho a querellarse contra sus señores...
En los demás territorios -Prusia Oriental, Bohemia, Hungría, Polonia...-, aun con las inevitables diferencias en cuanto a la extensión de las explotaciones, las cargas de los campesinos y la intensidad del control de la comunidad rural, puede decirse que, en general, abundaban los grandes dominios señoriales, en cuyas amplias reservas debían trabajar gratuitamente los campesinos varios días a la semana, quienes tenían a su cargo, además, el cuidado de caminos y obras públicas y podían sufrir otras limitaciones jurídicas, no pudiendo emigrar, contraer matrimonio ni emprender tareas artesanales sin permiso del señor (y en muchas ocasiones, previo pago de tributos y tasas específicos). Lo que no quiere decir, sin embargo, que entre los siervos no hubiera diferencias económicas y, por lo tanto, sociales. Los señores, por otra parte, ejercían un intenso control sobre la comunidad rural, con amplias facultades en materia de administración de justicia, gobierno y orden público y tenían a su cargo la ejecución de las levas militares. Si descontamos los leves retoques introducidos por la emperatriz María Teresa en las relaciones entre campesinos y señores en 1767, los intentos más serios por mejorar el estatus campesino en este ámbito fueron los llevados a cabo por el emperador José II (entre 1781 y 1789), aboliendo la servidumbre personal y autorizando la libre emigración y elección de esposa, limitando los derechos del señor a castigar a sus vasallos y reduciendo o sustituyendo por dinero, según los casos, las prestaciones personales. Pero fueron reformas que no siempre afectaban a todos los campesinos (de la citada en último lugar, por ejemplo, y debido a las condiciones que debían cumplir sus beneficiarios quedaba excluida una importante proporción, próxima a la mitad), que no pudieron aplicarse en su integridad y cuyo alcance hubo de limitar considerablemente él mismo en 1789 y después su sucesor Leopoldo II. Habría que esperar a 1848 para que desaparecieran las supervivencias feudales.
En la Europa occidental, por el contrario, el régimen señorial estaba mucho más erosionado -lo que no quiere decir que no persistieran manifestaciones gravosas para los campesinos- o prácticamente había desaparecido (en Inglaterra, Países Bajos, algunas zonas del norte de Italia). Apenas quedaban ya algunas bolsas de servidumbre que, además, se redujeron o suavizaron en el transcurso del siglo (Lorena, Nápoles, Saboya). También las facultades señoriales de administración de justicia se habían limitado, asumiendo los monarcas la jurisdicción criminal y limitando la jurisdicción civil a las primeras instancias, pudiendo los vasallos apelar a la justicia real (lo que, sin embargo, podía dificultarse por los señores en la práctica). El control del gobierno local no solía ser tan completo como en el Este y no faltaba cierta participación, muchas veces indirecta, de los vasallos en el nombramiento de los oficiales municipales, pero el poder señorial en este campo seguía siendo amplio y se aumentaba, de hecho, por la vigencia y actuación de las redes clientelares. Continuaban, eso sí, percibiendo determinados tributos y contribuciones de cuantía muy variable y cuya naturaleza, en ocasiones, había hecho muy confusa el paso del tiempo; algunos habían nacido para sustituir prestaciones personales (corvées), de las que, por cierto, aún quedaban algo más que restos en Estados como Baviera o Sajonia, por ejemplo, y que en otras zonas se limitaban a momentos extraordinarios. Podían disfrutar, igualmente, de una serie de monopolios (banalités en Francia, regalías en España), muy discutidos por los campesinos, que afectaban a aspectos tales como la utilización de pastos, explotación de bosques, caza y pesca y al control del comercio -lo que les facultaba, por ejemplo, para cobrar peajes y aduanas, portazgos y pontazgos- y de la industria rural -tantas veces concretados en la obligatoriedad de uso para los habitantes del señorío de los molinos o lagares señoriales.
En cuanto a la propiedad y control del suelo, no había uniformidad. En amplias zonas (norte y centro de Francia, Alemania, centro y sur de Italia, Levante español...) conservaban los señores el "dominio eminente" (última propiedad) del territorio señorial, si bien el "dominio útil" (derecho de uso) había sido cedido en formas diversas predominando las cesiones censuales perpetuas o a largo plazo- a los campesinos, quienes, pese a no tener la plena propiedad, podían, a su vez, transmitir, vender o ceder las tenencias, siempre que se hiciera frente al pago del censo y demás derechos señoriales. Las viejas reservas de control dominical habían evolucionado hasta convertirse, de hecho, en simples propiedades (el señor era a la vez titular de los dominios eminente y útil) en cuya explotación, directa o indirecta, ya no intervenía la mano de obra servil. Había, sin embargo, otras zonas, entre las que se encontraba la mayor parte de Castilla, en las que el paso del tiempo había disuelto en la práctica los derechos señoriales sobre la tierra (o nunca existieron, que persiste la polémica entre los historiadores al respecto) y sus facultades eran meramente jurisdiccionales y/o vasalláticas.
La combinación de las diversas posibles facultades señoriales daba lugar a situaciones concretas enormemente variadas, incluso dentro de un mismo país, que iban desde aquellos señoríos jurisdiccionales (no eran raros, por ejemplo, en el centro de Castilla) en los que el poder del señor se limitaba al cobro de una ínfima cantidad anual en reconocimiento de señorío y al nombramiento indirecto de ciertos cargos municipales, hasta aquellos en que ejercía todas o gran parte de las funciones anteriormente enumeradas (ocurría, por ejemplo, en buena parte de Francia y Alemania), percibiendo, además, algún derecho en especie proporcional a la cosecha (lo que no era raro, por ejemplo, en el sur de Italia, en el Franco Condado, en Lorena, en Valencia...). Y la frecuente práctica de arrendar la percepción de determinados tributos contribuía, sin duda, a hacerlos más gravosos.
Al margen de la situación legal de sus miembros, la sociedad rural presentaba profundas diferencias económicas, determinadas por la estructura de la propiedad y el tamaño de las explotaciones (independientemente de las formas de posesión de la tierra y de que ésta fuera propia o arrendada). Desde el labrador rico castellano, el coq de village (literalmente: gallo de aldea) francés o algunos de los "yeomen freeholders" (labradores acomodados y medios que cultivaban su propia tierra) ingleses, a los jornaleros sin tierra hay una enorme distancia cubierta por toda la gama posible de situaciones intermedias en las que se incluían, por ejemplo, los "laboureurs" (pequeños propietarios) y "métayers" (aparceros) franceses, los "cottagers" (pequeños agricultores) y "squatters" (jornaleros con algún pedazo de tierra, propio o, más frecuentemente, roturado en los comunales) ingleses. Y las diferencias económicas se reflejaban en todos los ámbitos de la vida, desde la capacidad de influencia en las instituciones municipales -nula para unos, muy amplia para los más poderosos- hasta el tamaño y calidad de la casa y su equipamiento, pasando, entre otras cosas, por la diferente actitud ante el trabajo asalariado y el servicio doméstico unos lo empleaban, otros lo proveían-.
La tendencia secular al aumento de los precios agrarios benefició, sobre todo, a quienes habitualmente obtenían excedentes para el mercado -cultivadores ricos, acomodados y medianos- y, de hecho, en buena parte de Europa occidental se observan mejoras en cantidad y calidad en vestidos y menaje de bastantes hogares campesinos, lo que, por su significado de incremento de la demanda interna, tuvo sus indudables repercusiones en el desarrollo de las actividades de transformación.
Pero en todas partes, y especialmente donde no hubo transformaciones cualitativas en la agricultura, la amenaza de degradación social para muchos campesinos medianos y, sobre todo, pequeños era constante. Con el producto de la cosecha --en principio, su fuente de ingresos básica- debían cubrir, en primer lugar, los gastos de reproducción simple, necesarios para la continuidad de la empresa agraria -gastos de mantenimiento, explotación y recolección, alimentación humana y del ganado, simiente...- y hacer frente al pago del diezmo eclesiástico, a la fiscalidad estatal y quizá municipal, a los derechos señoriales (si vivía en territorio de señorío) y al pago de la renta (si toda o parte de la tierra que cultivaba era ajena), cualquiera que fuera su fórmula concreta. Los todavía bajos rendimientos de la tierra en amplias zonas de Europa, la cambiante climatología y las correspondientes fluctuaciones de la cosecha hacían que los beneficios netos fueran habitualmente cortos para gran parte del campesinado. Muchos cultivadores sólo disponían de un pequeño excedente que encamarar o vender en años de buenas cosechas, es decir, cuando los precios eran bajos, con lo que sus ingresos nunca eran llamativos, pero su producción les resultaba insuficiente en años de escasez y hasta incluso en algunos normales, debiendo, pues, comprar granos cuando los precios eran altos (malas cosechas o meses de soldadura, previos a la recolección). De ahí la importancia de los aprovechamientos comunales, que solían proporcionar gratuitamente pastos o leña para el uso doméstico, y la doble necesidad de complementar recursos e ingresos (aves de corral, caza, pesca, trabajo asalariado en la agricultura o industria, arriería, emigración temporal...) y de reducir gastos (hijos dedicados al servicio doméstico, tendencia al autoconsumo). La introducción de nuevos cultivos, pero más para ahuyentar el fantasma del hambre que mejorando sensiblemente su nivel económico; incluso en algún caso limite (Irlanda) el efecto llegó a suponer a medio y largo plazo la depauperación general.
El capitulo de las detracciones no permaneció estable. De forma generalizada, aunque diversa según los países y aun las regiones, tendieron a crecer y más acusadamente en la segunda mitad del siglo- la presión fiscal, las cargas señoriales en algún destacado caso, como Francia, y la renta de la tierra, fuera ésta del tipo aparcería (reparto proporcional, en diverso grado, del producto entre propietario y aparcero, a veces con aportación previa por parte del propietario de capital para el inicio de la explotación) o arrendamiento a corto plazo, cada vez más generalizado. Bastaban unos años de cosecha un poco menos abundante para que hicieran su aparición las dificultades, que con cierta frecuencia se solventaban con el recurso a la deuda y no fueron pocos los casos en que terminaron convirtiéndose en deudores perpetuos si no llegaron a la pérdida del control de la propiedad o tenencia de la tierra y su paso a manos de los propietarios mayores rurales o de burgueses urbanos absentistas, incrementándose el número de los sin tierra, meros arrendatarios o jornaleros en lo sucesivo.
Hubo, pues, una buena proporción del campesinado -es, sin embargo, imposible ofrecer cifras al respecto- para la que el siglo XVIII no supuso en modo alguno una mejora sustancial de su situación. Y por lo que respecta a los jornaleros, entraban casi de lleno en la miseria con una ocupación muchas veces sólo estacional, y con unos salarios nominales que, al haber una mano de obra abundante, crecían muy despacio y por debajo de la inflación general de los precios.
El caso francés se ajusta en líneas generales a cuanto acabamos de decir. Si se exceptúan algunas regiones, apenas se produjo renovación en el campo y la mayor parte de los agricultores vivía en el marco de estructuras profundamente tradicionales. No es extraño, por lo tanto, el malestar crónico del campesinado galo. En Inglaterra, además, la evolución del campesinado se vio muy condicionada por el avance de la gran propiedad, su concentración y la extensión de los "enclosures" (cercamientos). La imposibilidad de hacer frente a los gastos de los cercamientos y la pérdida de los aprovechamientos comunales allí donde se llevaron a cabo, porque en las demás zonas persistió la estructura tradicional- llevó a convertirse en simples arrendatarios o incluso en asalariados a muchos de los que habían sido propietarios ("yeomen" y, sobre todo, "cottagers"), y, definitivamente, en jornaleros sin tierra a los "squatters". Aunque, sin embargo, la visión tradicional, que hablaba de emigración masiva por estas causas hacia los emergentes centros manufactureros, como veremos más adelante, se ha revisado, al menos en parte, en los últimos decenios.
Las medidas que algunos gobiernos ilustrados tomaron para mejorar la agricultura favorecieron, ante todo, a los grandes propietarios. El ejemplo de lo acontecido en España es significativo. La abolición de la tasa de los cereales en 1765, acentuó, de hecho, el desequilibrio entre quienes producían excedentes y los que no, mejorando sensiblemente, eso sí, los beneficios de los perceptores de diezmos y rentas, habitualmente cobradas en especie -grupos, en definitiva, ajenos al campesinado-, y de los arrendadores de diezmos -de tipología social diversa, sin faltar en ella ni el labrador rico ni algún clérigo, y que tenían en la especulación del grano recaudado un bonito negocio-. Por otra parte, con los repartos en arrendamiento de bienes comunales impulsados entre 1766 y 1770 hubo, sin duda, bastantes casos y lo ha mostrado, por ejemplo, A. García Sanz en tierras segovianas- en los que se consiguió dotar de tierras a algunos de los más humildes de la población rural. Pero F. Sánchez Salazar insiste en que, en general, la medida fue un fracaso: con frecuencia los jornaleros no pudieron cultivarlas, al no poseer ganado ni medios para ello, mientras, paralelamente, los poderosos de las localidades afectadas trataron de impedir el proceso o de orientarlo, por medio de mil ardides, en beneficio propio y de sus paniaguados.